La Unión Patriótica surgió como una convergencia de fuerzas políticas a raíz del proceso de negociación adelantado a mediados de la década de 1980 entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y el estado mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. En 1984, y como fruto de esos diálogos, las partes pactaron varios compromisos sellados con la firma de los llamados “Acuerdos de La Uribe”. En ellos se estipuló el surgimiento de un movimiento de oposición como mecanismo para permitir que la guerrilla se incorporara paulatinamente a la vida legal del país. Las condiciones que permitirían ese tránsito a la legalidad consistían en un compromiso oficial para garantizar plenamente los derechos políticos a los integrantes de la nueva formación, y la realización de una serie de reformas democráticas para el pleno ejercicio de las libertades civiles.
Desde sus mismos inicios la Unión Patriótica fue sometida a toda clase de hostigamientos y atentados. En 1984, se presentaron los primeros asesinatos y “desapariciones” forzadas. Tras las agresiones se percibía la actuación de agentes estatales o de integrantes de grupos paramilitares. Las constantes violaciones a los acuerdos firmados, hicieron que se rompieran las negociaciones entre el Gobierno y la guerrilla. Los miembros de la nueva coalición quedaron en una situación de alto riesgo, pues al ser acusados abiertamente de ser portavoces de la insurgencia armada, los organismos estatales no les brindaron ninguna protección efectiva. Así comenzó un proceso de exterminio que se ha prolongado por más de 20 años.
En este contexto de exterminio de fuerzas políticas de oposición es que se han llevado al terreno internacional algunos casos en forma colectiva, y algunos otros por sus circunstancias particulares, como es el presente caso del líder político, comunicador social y último Senador electo de la Unión Patriótica (UP) y el Partido Comunista Colombiano (PCC), Manuel Cepeda Vargas, se han presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en forma individual.
En el análisis del fallo en cuestión, se puede ver que CIDH no solo decidió acerca de la responsabilidad internacional del Estado colombiano por la ejecución extrajudicial del líder político, sino que también estableció parámetros por demás trascendentales en lo que hace a la forma en que deben actuar todos los órganos de control (ya sean internos de cada Estado, u órganos internacionales), frente al exterminio sistemático de grupos o clases determinados en las sociedades, en un contexto actual, en Latinoamérica. En esta medida, el fallo constituye una contribución a la construcción de la memoria y esclarecimiento histórico de los más atroces crímenes de Estado en Colombia, pero también sirve de precedente contemporáneo y base de criterios comunes en la comunidad internacional para quienes buscan contar con resoluciones y jurisprudencia fuertes y sustentables a la hora de enfrentar situaciones similares en las sociedades en las que actualmente se vislumbra un alto grado de intolerancia política.
A su vez, nos pareció interesante ver que, si bien el Estado en cuestión niega gran parte de su actuar claramente contrario a las normas de derecho internacional, también reconoce con considerable alcance su responsabilidad frente a la comunidad internacional respecto de actos y omisiones que conforman el nudo del problema (cosa que sucede en gran parte por el aumento de toma de conciencia y valor de los derechos humanos) y que, sabiendo que su actuar es reprochable por los organismos y Tratados Internacionales, busca reparar (al menos en parte) su situación con las que considera víctimas de su accionar.
La Corte, sin perder el rigor que merece la gravedad de las circunstancias, valoró aquellos actos demostrativos de un avance en la materia humanitaria, pero eso no llevó (ni podría haber llevado nunca) a que deje de actuar en base a sus funciones de Órgano de Control Internacional, y por ello con este fallo (junto a otros) renovó su posición de garante de los derechos humanos.
TRIUNVIRATO N° 4
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